3. POSTALES SIN POLAROIDES

Gabriela Amar
31 años
París, Francia

Tweet-sinopsis: (pendiente)

“Maybe I'm born right out of my time
Breaking my life in two...”
Thursday’s child, David Bowie

   Cuando se despertó aquella mañana después de un sueño más bien tranquilo pensó en comprar un insecticida. Había soñado con una bestia errante que gritaba su nombre incesantemente. Era una bestia con cuerpo de guepardo y cara de Moe Szyslak. Más que un episodio de Halloween de Los Simpson, parecía una escena salida de un remake barato de Mulholland Drive. Lo curioso es que en el sueño era la bestia la que se asustaba al verla. La pesadilla, por decirlo así, era para el otro. Aún así esa imagen la indispuso y trató de darse animo (sin tener que recurrir a las pastillas ni al chocolate) y se dijo que quería ir a Montreal, a Berlín y después quedarse a vivir en París. ¿Por qué ese orden? ¿Por qué detenerse en París?

   Ese itinerario no era producto del azar. En Montreal estaba su hermana mayor y en Berlín su viejo tío que la había empujado a estudiar filosofía. En Montreal enseñaba un profesor con el que ella siempre había querido hacer un Doctorado sobre Hölderlin. En Berlín, la esposa de su tío tocaba el piano en las tardes y cocinaba deliciosos pasteles de manzana. En Montreal estaban los clubes de jazz que tanto ansiaba conocer. En Berlín, los teatros minimalistas y ciertos museos hiper-modernos. Pensaba en la película Invasiones bárbaras de Arcand y en Querelle de Fassbinder. No sabía mucho más de esas ciudades. Un par de postales del centro de Montreal enviadas por su hermana en el invierno estaban pegadas en el espejo del baño al igual que una foto de Walter Benjamin.

   Debajo de su cama estaba una novela de Vila-Matas a medio leer. Si hubiera sido París no se acaba nunca, su itinerario acaso hubiera sido diferente. O tal vez no. Eso ya no se podía saber. Fumándose el primer cigarrillo del día, aún sin levantarse de la cama, pensó en los últimos cinco años de su vida y luego se detuvo en el presente. Un presente sin technicolor. Ahora tenía un trabajo más o menos permanente como profesora en un colegio y de vez en cuando laboraba con campañas políticas (algo que nunca hubiera imaginado). Pronto sería tía por primera vez y había engordado (unos veinte kilos o más, de acuerdo al espejo y a su estado de ánimo). Sus amigas la encasillaban como una alcohólica. Sus amigos sólo tomaban con ella sin hacerse muchas preguntas. Aún vivía con su madre. Sus hermanos ya se habían ido de la casa familiar y vivían fuera del país (los tres habían hecho prometedoras carreras burocráticas y lucrativas). A veces le enviaban algún dinero que, ella, por orgullo, guardaba en libros que ya nunca releería, hasta que se olvidaba del asunto. Eran ante todo libros de poesía española de la posguerra y el exilio. Había tenido un par de amoríos y un par de veces creyó quedar embarazada. Nunca había vuelto a tener los orgasmos del pasado. Ahora sentía más placer sola. De madrugada retorcía su cuerpo pensando en Dr. House, Naomi Watts o en Alf. Había viajado a Cuba y a Cartagena y se había hastiado de las ciudades amuralladas para siempre (en otros tiempos hubiera preferido viajar a Buenos Aires, a Nueva York o a Reikjavik. En eras aún más lejanas, se conformaba con un museo en York o con una laguna en Boyacá). En los últimos días había soñado varias veces con ese Moe guepardesco. Eso la hizo pensar en una canción de Silvio Rodríguez y le dio risa. Era absurdo, no había ninguna relación entre ese sueño y esa letra patética. Le daba risa imaginar a Moe cantando en su bar “sueño con serpientes”. Pero su sueño era más bien a lo Patti Smith (por Piss Factory) o a lo Iggy Pop (por Nightclubbing).

   Cuando se terminó el cigarrillo trató de imaginarse su vida dentro de cinco años. Primero sintió vértigo y luego lloró hasta que se puso a escribir tweets durante media hora. Eso la calmó. Solía escribir cientos de tweets por día cuando se sentía amargada. Pero sus mensaje no eran bucólicos, tenían cierta dignidad. Eran ecos de palabras mudas que Virginia Woolf nunca se atrevió a pronunciar. Le contó al Mundo (un mundo de 312 seguidores!) su sueño y algunos extraños le mandaron canciones y emoticones más o menos repulsivos. Nadie habló de Kafka. Alguien mandó un link de Because the night de Bruce Springteen, otro envió una cita de Woody Allen (“el eco siempre dice la última palabra”) y el resto reenvió chistes flojos de actualidad. 

   Esa tarde tendría que entregar un capítulo de su tesis de maestría en filosofía sobre Schiller y Diderot. Era un texto que le serviría también como ponencia para un Congreso de Filosofía de la semana siguiente. Intercalaba sus clases en el colegio, con lecciones de alemán y salidas a bares gays por Chapinero. Cuando volvía ebria en un taxi al amanecer tarareaba viejos boleros cantados diez años atrás con su padre y lloraba. En su casa tomaba whisky y programaba su emisora virtual con 3 artistas que aleatoriamente sonarían de forma ilimitada, trayéndole viejas y nuevas canciones: Bob Dylan, Velandia y la tigra y Juan Gabriel... Era una combinación aberrante. Explosiva por corrosiva. Era algo así como comer mermelada de maní con huevos fritos y ginebra. Sonaban rancheras, blues y sones de carrilera “all’ usonostro”, como decía Cortázar. De mal gusto, diría su madre.

   Cuando volvía de buen humor sólo quería oír voces femeninas. Escuchaba Amy Winehouse, Leonor Watling y Jaramar. Luego se ponía a recitar versos de Pizarnik y maldecía a alguien. Gritaba un nombre varias veces con rabia, con odio, con desprecio, con resentimiento, con vergüenza, con desidia, con ironía, con burla, en fin, ya saben, con lascivia. Cuando se despertaba, le daban ganas de tomar ron havana y de estar en un balcón mirando su vieja Universidad. Le daban ganas de bailar milonga y boogaloo y se prometía aprender a bailar el próximo año. Y entonces pensaba en París. Y algo, algo se movía. Algo parpadeaba frente a ella. Y para pasar el mal trago, escuchaba a Bowie. Siempre la misma canción para atravesar ese trance y ese olvido desmemoriado: Thursday’s child. Algo de esa canción -y de ese bajo que la azotaba- la hacía temblar y sentirse aún viva. Había algo secreto que compartían Bowie y Gainsbourg. Algo que ella había empezado a descubrir, a sentir, a tararear, desde que había leído un extraño cuento unos días atrás. Un cuento de un autor “conocido” para ella. Un cuento titulado a secas Melody Nelson por la canción de Gainsbourg (a ese escritor le gusta reutilizar títulos de canciones). Con ese cuento había conocido a Gainsbourg y había reencontrado algo. Y claro, ese cuento la había llevado de vuelta a París. A ella, que nunca había estado allí, al menos, no del todo. 


5 comentarios:

  1. Además de ser un capítulo interesante para empezar es una lección magistral de música !! Enhorabuena Gabriela y gracias por tu aportación !!

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  2. Muy buena aportación Gabriela! Se nota q disfrutas escribiendo. Un comienzo muy interesante. Saludos!

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  3. gabriela, te animo a que sigas escribiendo asi de bien! una descripcion bastante buena del personaje!

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  4. esto se pone interesante...me gustaria saber de que trata el siguiente!

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  5. tiene un comienzo atrapador, al estilo Bridget Jones, me intriga saber como continua...!

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